Saludos a todos. De nuevo con retraso -cosas de la vida- os ofrezco mi traducción del tercer episodio de muestra de Vientos de Invierno. El episodio de titula Mercy, nombre falso que Arya utiliza para ocultar su verdadera identidad. Como George RR Martin hace varios juegos con el signficado de dicho nombre ("Piedad" en inglés), he preferido traducirlo también. Espero que disfruteis con él.
PIEDAD (ARYA)
Despertó con un grito ahogado, no sabiendo quién era ni dónde estaba.
El olor a sangre era intenso en sus orificios nasales… ¿O
era que la pesadilla persistía? Había vuelto a soñar con lobos, con que corría
a través de un oscuro bosque de pinos con una gran manada en sus talones,
siguiendo con ahínco el rastro de la presa.
La habitación estaba en penumbra, sombría y gris. Temblando,
se sentó en la cama y se pasó una mano por el cuero cabelludo. La pelusilla se
erizó en su palma. <<Necesito
afeitarme antes de que Izembaro me vea. Piedad, soy Piedad, y esta noche me
violarán y me asesinarán.>> Su verdadero nombre era Mercedene, pero todos
la llamaban Piedad...
<<Excepto en sueños.>> Respiró para tranquilizar
los aullidos de su corazón, intentando recordar más de lo que había soñado,
pero la mayor parte ya se había ido. Aunque en el sueño había sangre, una luna
llena en lo alto y un árbol que la observaba mientras corría.
Abrió los postigos para que la luz de la mañana pudiera
despertarla. Pero no había luz tras la ventana de la pequeña habitación de
Piedad, sólo un muro de cambiante niebla gris. El aire se había vuelto frío… y
eso era bueno. De lo contrario, habría dormido todo el día. <<Sería
típico de Piedad dormir mientras la violaban.>>
Tenía las piernas en carne de gallina. Su colcha se había
enroscado en torno a ella como una serpiente. La desenrolló, tiró la manta al
suelo de simples tablas y anduvo desnuda hasta la ventana sin hacer ruido.
Braavos estaba perdida en la niebla. Podía ver el agua verde del pequeño canal
de abajo, la calle empedrada que pasaba bajo su edificio, dos arcos del puente
musgoso… Pero el extremo puesto del puente se desvanecía en lo gris y de los
edificios al otro lado del canal sólo quedaban unas pocas luces borrosas. Oyó
un suave chapoteo cuando una barca serpiente emergió bajo el arco central del
puente.
-
¿Qué hora es? –preguntó Piedad al hombre que
estaba en pie junto a la cola erguida de la serpiente, empujándola hacia
delante con su pértiga.
El barquero levantó la vista, buscando la voz.
-
Por el rugido del Titán, las cuatro.
Sus palabras resonaron por las agitadas aguas verdes y por los
muros de edificios ocultos.
No iba retrasada, aún no, pero no debía entretenerse. Piedad
era un alma feliz y muy trabajadora, pero rara vez puntual. Eso no le serviría
aquella noche. Al enviado de Poniente se lo esperaba en la Puerta esa tarde e
Izembaro no estaría de humor para oír excusas ni aunque ella se las sirviera
con una dulce sonrisa.
La noche anterior había llenado su cuenco en el canal antes
de irse a dormir, prefiriendo el agua salobre al agua de lluvia verde y viscosa
de la cisterna de fuera. Mojando un trapo, se lavó de la cabeza a los pies,
sosteniéndose sobre una pierna cada vez para restregarse los pies encallecidos.
Luego buscó su navaja. Izembaro afirmaba que un cuero cabelludo pelado ayudaba
a que las pelucas se ajustaran mejor.
Se afeitó, se puso sus calzones y se metió de cabeza en un
vestido informe de lana marrón. Al ponerse una de sus medias vio que hacía
falta remendarla. Le pediría ayuda al Chasqueador. Su propia habilidad para
coser era tan lamentable que la encargada del vestuario siempre se apiadaba de
ella. <<También podría robar un par mejor del vestuario.>> Pero eso
era arriesgado. Izembaro odiaba que los comediantes llevaran sus vestidos por
las calles. <<Excepto Wendeyne. Dándole una chupadita a la polla de
Izembaro, una chica puede llevar el vestido que quiera.>> Piedad no era
tan tonta como para eso. Daena se lo había advertido.
-
Las chicas que toman ese camino acaban en el
Barco, donde cada hombre del público sabe que si su bolsa está lo bastante
llena puede tener cualquier cosa bonita que vea en el escenario.
Sus botas eran bultos de viejo cuero marrón moteados con
manchas de sal y agrietados por el uso, su cinturón una tira de cuerda de
cáñamo teñida de azul. Se la ató por la cintura, colgó un cuchillo de su cadera
derecha y un monedero de la izquierda. Por último se echó la capa sobre los
hombros. Era una verdadera capa de comediante, de lana púrpura rematada en seda
roja, con capucha para guarecerse de la lluvia y también con tres bolsillos
secretos. En uno de ellos solía esconder algunas monedas, en otro una llave de
hierro y en el último una espada. Una verdadera
espada, no un cuchillo para fruta como el de su cadera, pero que no pertenecía
a Piedad, no más que los otros tesoros. El cuchillo para fruta sí pertenecía a
Piedad. Ella estaba hecha para comer fruta, para sonreír y bromear, para
trabajar duro y hacer lo que se le decía.
-
Piedad, piedad, piedad –cantó mientras descendía
por la escalera de madera hasta la calle.
El pasamanos estaba astillado, los escalones eran empinados
y había cinco tramos de ellos, pero por eso la habitación le había salido tan
barata. <<Por eso y por la sonrisa de Piedad.>> Piedad podía ser
calva y delgaducha, pero tenía una bonita sonrisa y una cierta gracia. Incluso
Izembaro estaba de acuerdo en que era grácil. A vuelo de cuervo no estaba lejos
de la Puerta, pero el camino era más largo para las muchachas con pies en vez
de alas. Braavos era una ciudad retorcida. Las calles era retorcidas, los
callejones eran más retorcidos y los canales eran lo más retorcidos de todo. La
mayoría de los días prefería ir por el camino largo, bajando por la Calle del
Trapero a lo largo del Puerto Exterior, donde tenía el mar ante ella, el cielo
por encima y una vista clara a través de la Gran Laguna hasta el Arsenal y las
pendientes llenas de pinos del Escudo de Senagoro. Los marineros solían
saludarla cuando pasaba por los muelles, llamándola desde las cubiertas de
balleneros de Ibben manchados de alquitrán y desde las de cogs de panza ancha
de Poniente. Piedad no podía entender siempre sus palabras, pero sabía lo que
decían. A veces solía sonreírles y decirles que podían encontrarla en la Puerta
si tenían monedas.
El camino largo también la llevaba por el Puente de los Ojos
con sus cabezas talladas en piedra. Desde su punto más alto podía mirar a
través de los arcos y ver toda la ciudad: las verdes cúpulas de cobre de la
Sala de la Verdad, los mástiles que se alzaban como un bosque en el Puerto
Púrpura, las altas torres de los poderosos, el relámpago dorado que giraba en
su aguja en lo alto del palacio del Señor del Mar… incluso los hombros de
bronce del Titán, a través de las oscuras aguas verdes. Pero eso era sólo
cuando el sol brillaba sobre Braavos. Si la niebla era espesa todo lo que se
veía era gris, así que hoy Piedad escogió el camino corto para gastar menos sus
agrietadas botas.
La bruma parecía abrirse ante ella y volver a cerrarse a su
paso. Los adoquines estaban húmedos y lisos bajo sus pies. Oyó maullar
lastimeramente a un gato. Braavos era una buena ciudad para los gatos, que
vagaban por todas partes, especialmente de noche. <<En la niebla todos
los gatos son grises>>, pensó Piedad. <<En la niebla todos los hombres
son asesinos.>>
Nunca había visto una niebla tan espesa como aquella. En los
canales más grandes, los barqueros harían chocar sus barcas serpiente unas con
otras, incapaces de distinguir nada más que las tenues luces de los edificios a
ambos lados.
Piedad pasó junto a un anciano con una linterna que caminaba
en dirección opuesta y envidió su luz. La calle era tan sombría que apenas
podía ver dónde pisaba. En las partes más humildes de la ciudad las casas,
tiendas y almacenes se apiñaban juntos, apoyándose unos en otros como amantes
borrachos, con sus pisos superiores tan próximos que se podía pasar de un
balcón al siguiente. Las calles de abajo se convertían en oscuros túneles donde
resonaba cada pisada. Los canales pequeños eran incluso más peligrosos, puesto
que muchas de las casas que los surcaban tenían retretes que sobresalían justo
por encima del agua. A Izembaro le encantaba dar la arenga del Señor del Mar en
La Hija de la Melancolía del Mercader,
acerca de cómo “aquí sigue aún en pie el último titán, sobre los hombros de
piedra de sus hermanos”, pero Piedad prefería la escena en la que el gordo
mercader cagaba sobre la cabeza del Señor del Mar cuando este pasaba por debajo
en su barcaza púrpura y dorada. Algo así sólo podía ocurrir en Braavos, se
decía, y sólo en Braavos tanto el Señor del Mar como el marinero darían
alaridos de risa al verlo.
La Puerta se alzaba cerca del límite de la Ciudad Ahogada,
entre el Puerto Exterior y el Puerto Púrpura. Allí había ardido un viejo
almacén y el suelo se hundía un poco cada año, de modo que el suelo era barato.
Sobre los inundados cimientos de piedra del almacén había levantado Izembaro su
cavernoso teatro. La Cúpula y el Farol Azul podían disfrutar de alrededores más
populares, decía él a sus comediantes, pero allí entre los puertos nunca les
faltarían marineros y putas para llenar sus butacas. El Barco estaba cerca,
decía, reuniendo aún a un cuantioso público en el muelle al que llevaba veinte
años amarrado, y la Puerta también prosperaría.
El tiempo le había dado la razón. El escenario de la Puerta
se había inclinado al asentarse el edificio, el vestuario tenía tendencia a
enmohecerse y las serpientes de agua anidaban en el inundado sótano, pero nada
de eso preocupaba a las comediantes siempre que el local estuviera lleno.
El último puente estaba hecho de cuerda y simples tablones y
parecía disolverse dentro de la nada, pero era sólo por la niebla. Piedad lo cruzó corriendo, con sus tacones repicando
sobre la madera. La niebla se abrió ante ella como un telón gris hecho girones
revelando el teatro. Una luz amarilla como la manteca se derramaba por las
puertas y Piedad podía oír voces que venían de dentro. Junto a la entrada,
Brusco el Grande había pintado sobre el título de la última función y escrito
en su lugar La Mano Ensangrentada con
grandes letras rojas. Estaba pintando una mano ensangrentada bajo las letras,
para aquellos que no pudieran leer. Piedad se detuvo a echar un vistazo.
- Es una bonita mano –le dijo.
- El pulgar está torcido –Brusco le dio unos toques
con su brocha-. El Rey de los Comediantes ha
estado preguntando por ti.
-
Estaba tan oscuro que dormí y dormí.
Cuando Izembaro se había apodado a sí mismo el Rey de los Comediantes,
la compañía había hallado en ello un retorcido placer, saboreando el ultraje de
sus rivales desde la Cúpula hasta el Farol Azul. Últimamente, sin embargo,
Izembaro había empezado a tomarse su título demasiado en serio.
- Ahora sólo interpreta a reyes –decía Marro,
poniendo los ojos en blanco- Y si en la obra no hay un rey, prefiere no
representarla.
La Mano Ensangrentada
ofrecía dos reyes, el gordo y el niño. Izembaro interpretaría al gordo. No era
un papel largo, pero tenía un buen discurso mientras yacía moribundo, y antes
de eso una espléndida lucha con un jabalí demoníaco. La había escrito Phario
Forel, quien tenía la pluma más sangrienta de todo Braavos.
Piedad encontró a la compañía reunida tras el escenario y se
deslizó sigilosamente por el fondo entre Daena y el Chasqueador, confiando en
que nadie notara que llegaba tarde. Izembaro estaba diciendo a todos que
esperaba que la Puerta se llenara esa noche hasta el techo a pesar de la
niebla.
- El Rey de Poniente va a mandar a un enviado esta
noche para homenajear al Rey de los Comediantes –dijo a su compañía-. No decepcionaremos a otro
monarca.
- ¿”Decepcionaremos”? –dijo el Chasqueador, que
hacía todo el vestuario para los Comediantes-. ¿Es que ahora hay más de uno?
- Está lo bastante gordo para contar como dos
–susurró Bobono. Cada compañía de comediantes debía tener un enano. Él era el
suyo. Cuando vio a Piedad, le lanzó una mirada lasciva-. Oh –dijo-, ahí anda.
¿Está lista la muchachita para ser violada? –se relamió los labios.
El Chasqueador le dio un golpe en la cabeza.
-
Estate quieto.
El Rey de los Comediantes ignoró el pequeño alboroto. Aún
seguía hablando, diciendo a los comediantes lo magníficos que debían estar.
Además del enviado de Poniente, esa noche habría también portadores de llaves y
cortesanos famosos entre el público. No tenía intención de que se fueran con
una mala opinión de la Puerta.
- Le irá mal a cualquier hombre que me falle
–prometió, una amenaza que había tomado prestada del discurso dado por el
Príncipe Garin en la víspera de la batalla de La Ira de los Señores Dragón, la primera obra de Phario Forel.
Para cuando al fin Izembaro hubo terminado de hablar,
faltaba menos de una hora para la función y los comediantes pasaban por turnos
de inquietos a frenéticos. Por toda la Puerta sonaba el nombre de Piedad.
-
Piedad –le imploró su amiga Daena-, Lady Stork ha
vuelto a pisar otra vez el dobladillo de su vestido. Ayúdame a coserlo.
-
Piedad –llamó el Extraño-, trae la maldita cola,
mi cuerno se está soltando.
-
Piedad –bramó el propio Izembaro el Grande-,
¿qué has hecho con mi corona, muchacha? No puedo hacer mi entrada sin la
corona. ¿Cómo sabrán que soy un rey?
- Piedad –chilló el enano Bobono-. Piedad, pasa
algo con mis cordones, no deja de colgarme la polla.
Ella trajo la cola y volvió a pegar el cuerno izquierdo en
la frente del Extraño. Encontró la corona
de Izembaro en el retrete, donde él siempre la olvidaba, y lo ayudó a prenderla
a su peluca. Luego corrió a por aguja e hilo para que el Chasqueador pudiera
coser el dobladillo del vestido de tela de oro que la reina llevaría en la
escena de la boda.
Y a Bobono sí que le colgaba la polla. Estaba hecha así para
la violación. <<Qué cosa tan repugnante>>, pensó Piedad mientras se
arrodillaba delante del enano para arreglarla. La polla tenía un pie de largo y
era tan gruesa como su brazo, lo bastante grande para ser vista desde la
galería más alta. Pero el tintorero había hecho un mal trabajo con el cuero;
estaba moteada de rosa y blanco, con una cabeza bulbosa del color de una
ciruela. Piedad la empujó dentro de los calzones de Bobono mientras se los ataba
- Piedad –cantaba él mientras lo hacía-. Piedad,
Piedad, ven a mi habitación esta noche y hazme un hombre.
-
Te haré un eunuco si sigues desatándote tú mismo
para que yo enrede con tu entrepierna.
- Estamos destinados a estar juntos, Piedad
–insistió Bobono-. Mira, tenemos justo la misma estatura.
-
Sólo cuando yo estoy de rodillas. ¿Recuerdas tu
primera frase?
Hacía sólo dos semanas que el enano había subido dando
tumbos al escenario y empezado La
Angustia del Magistrado con el discurso del Grumkin en La Lujuriosa Dama del Mercader. Izembaro lo desollaría vivo si
volvía a meter la pata de ese modo, sin importar lo difícil que fuera encontrar
a un buen enano.
-
¿Qué vamos a interpretar, Piedad? –preguntó
Bobono inocentemente.
<<Se burla de mí>>, pensó Piedad. <<Esta noche
no está borracho, conoce la obra perfectamente>>.
- Vamos a hacer la nueva Mano Ensangrentada de Phario, en honor al enviado de los Siete
Reinos.
- Ahora recuerdo –Bonono bajó la voz hasta convertirla
en un siniestro gruñido-. “El dios de los siete rostros me ha engañado” –dijo-.
“A mi noble padre lo hizo del más puro oro y de oro hizo a mi hermano y hermana.
Pero yo estoy moldeado de un material más oscuro, de huesos, sangre y barro,
retorcidos en esta tosca forma que ves ante ti” –con esto echó mano al pecho de
ella, tanteando en busca de un pezón-. No tienes tetas. ¿Cómo voy a violar a
una muchacha sin tetas?
Ella le cogió la nariz entre el pulgar y el índice y se la
retorció.
-
No tendrás nariz hasta que me quites tus manos
de encima.
-
Owwwww –chilló el enano, soltándola.
-
Tendré tetas en uno o dos años –Piedad se
levantó, más alta que al hombrecillo-. Pero a ti nunca te crecerá otra nariz.
Piensa en eso antes de tocarme ahí.
Bobono se frotó su delicada nariz.
-
No hay por qué ser tan tímida. Voy a violarte muy
pronto.
-
No hasta el segundo acto.
-
Siempre les doy un buen apretón a las tetas de
Wendeyne cuando la violo en La Angustia
del Magistrado –protestó el enano-. A ella le gusta y al público también.
Tienes que complacer al público.
Aquella era una de las “sabidurías” de Izembano, como a él
le gustaba llamarlas. “Tienes que complacer al público”.
-
Apuesto a que al público le complacería si le
arranco la polla al enano y le golpeo con ella en la cabeza –respondió Piedad-.
Eso es algo que no habrán visto antes
“Dales siempre algo que no hayan visto antes” era otra de
las “sabidurías” de Izembano, y una para la que Bobono no tenía una respuesta
fácil.
-
Ya está –anunció piedad-. A ver si ahora puedes
mantenerla dentro de tus calzones hasta que la necesitemos.
Izembano la estaba llamando otra vez. Ahora no podía
encontrar su lanza para jabalíes. Piedad la encontró por él, ayudó a Brusco el
Grande a ponerse su traje de jabalí, comprobó las dagas trucadas sólo para
asegurarse de que nadie había reemplazado alguna por otra de verdad (alguien lo
había hecho una vez en la Cúpula y un comediante había muerto) y le sirvió a
Lady Stork el sorbito de vino que a ella le gustaba tomar antes de cada
función. Cuando todos los gritos de “Piedad, Piedad, Piedad” murieron al fin,
se tomó un momento para echar una rápido vistazo a la sala.
Había más público del que había visto nunca y ya se lo
estaban pasando bien, bromeando y empujándose unos a otros, comiendo y
bebiendo. Vio a un vendedor ambulante vendiendo trozos de queso que arrancaba
de la rueda con los dedos cada vez que encontraba a un comprador. Una mujer
tenía una bolsa de manzanas arrugadas. Pellejos de vino pasaban de mano en
mano, algunas muchachas vendían besos y un marinero tocaba la gaita marina. El
hombrecillo de ojos tristes llamado Pluma estaba de pie al fondo, a ver qué podía
robar para alguna de sus propias obras. Cossomo el Conjurador también había
venido y llevaba del brazo a Yna, la puta tuerta de Puerto Feliz, pero Piedad
no podía conocer a esos dos y ellos no podían conocer a Piedad. Daena reconoció
a algunos habituales de la Puerta entre la multitud y se los señaló: El
tintorero Dellono con su rostro blanco y demacrado y sus manos moteadas de
púrpura, Galeo el salchichero con su grasiento delantal de cuero, el alto
Tomarro con su rata domesticada en el hombro.
-
Más vale que Tomarro no deje que Galeo vea a su
rata –advirtió Daena-. He oído que es la única carne que pone en sus salchichas
–Piedad se tapó la boca y rio.
Las galerías también se estaban llenando. Los pisos primero
y tercero eran para mercaderes, capitanes y otra gente respetable. Los de
Braavos preferían el cuarto, que era el más alto, donde los asientos eran más
baratos. Allí arriba había un tumulto de vivos colores, mientras que abajo
dominaban los tonos más oscuros. La segunda galería estaba dividida en pequeños
palcos donde los poderosos podían estar cómodos y en la intimidad, a salvo de
la vulgaridad de encima y debajo. Tenía la mejor vista del escenario y los
sirvientes les traían comida, vino, cojines y cualquier cosa que pudieran
desear. En la Puerta era raro que la segunda galería se llenara más que hasta
la mitad; los poderosos que disfrutaban con una noche de comediantes eran más
propensos a visitar la Cúpula o el Farol Azul, donde la oferta se consideraba
más sutil y poética.
Aquella noche, sin embargo, era distinta, sin duda debido a
la visita del enviado de Poniente. En un palco se sentaban tres vástagos de
Otharys, cada uno acompañado por una famosa cortesana; Prestayn se sentaba
solo, un hombre tan anciano que uno se preguntaba cómo podía llegar hasta su
asiento; Torone y Pranelis compartían un palco, igual que compartían una
incómoda alianza; la Tercera Espada había invitado a media docena de amigos.
-
Cuento a cinco portadores de llaves –dijo Daena.
-
Bessaro está tan gordo que hay que contarlo dos
veces –respondió Piedad con una risita.
Izembaro tenía barriga, pero comparado con Bessaro era tan
flexible como un sauce. El portador de llaves era tan grande que necesitaba un
asiento especial, tres veces más grande que una silla común.
- Están todos gordos, esos Reyaan –dijo Daena-.
Barrigas tan grandes como sus barcos. Deberías haber visto al padre. Hacía que
éste pareciera pequeño. Una vez lo llamaron a la Sala de la Verdad para votar,
pero cuando subió a su barcaza ésta se hundió –asió a Piedad del codo-. Mira,
el palco del Señor del Mar -. El Señor del Mar nunca había visitado la Puerta,
pero aun así Izembaro le había puesto su nombre a un palco, el más grande y
opulento del local-. Ese debe ser el enviado de Poniente. ¿Alguna vez has visto
a un anciano con un traje como ese? ¡Y mira, ha traído a la Perla Negra!
El enviado era pequeño y medio calvo, con un gracioso mechón
de barba creciéndole desde la barbilla. Su capa y sus calzones eran de terciopelo
amarillo. Su jubón era de un azul tan brillante que a Piedad casi le lloraron
los ojos. Sobre su pecho había bordado en amarillo un escudo y en el escudo
había un orgulloso gallo azul elaborado en lapislázuli. Uno de sus guardias lo
ayudó a sentarse, mientras otros dos permanecían en pie tras él al fondo del
palco.
La mujer que lo acompañaba no podía tener más que un tercio
de su edad. Era tan hermosa que las lámparas parecían brillar más a su paso.
Lucía un vestido largo y escotado de pálida seda amarilla que contrastaba con
su piel marrón clara. Su cabello oscuro estaba sujeto en una red de tela dorada
y un collar de azabache y oro rozaba la parte superior de sus pechos. Mientras
la observaban, ella se inclinó hacia el enviado y le susurró algo al oído que
lo hizo reír.
-
Deberían llamarla la Perla Marrón –dijo Piedad a
Daena-. Es más marrón que negra.
-
La primera Perla Negra era como un tintero –dijo
Daena-. Era una reina pirata engendrada por el hijo de un Señor del Mar y una
princesa de las Islas de Verano. La tomó como amante un rey dragón de Poniente.
- Me gustaría ver un dragón –dijo Piedad
pensativa-. ¿Por qué lleva el enviado una gallina en el pecho?
Daena soltó un alarido.
- Piedad, ¿es que no sabes nada? Es su emblema. En los reinos de Poniente todos los señores
tienen emblemas. Algunos llevan flores, otros llevan peces, otros llevan osos y
alces y otras cosas. Ves, los guardias del enviado llevan leones.
Era cierto. Había cuatro guardias; hombres grandes y de
aspecto duro en cota de malla, con pesadas espadas de Poniente envainadas en
sus caderas. Sus capas carmesí estaban rematadas con espirales de oro, y leones
dorados con ojos de rojo granate sujetaban cada capa a un hombro. Cuando Piedad
echó un vistazo a los rostros bajo los yelmos dorados con cresta de león, su
vientre se estremeció. <<Los dioses me han traído un regalo.>> Sus
dedos apretaron con fuerza el brazo de Daena.
-
Ese guardia. El del final, tras la Perla Negra.
-
¿Qué le pasa? ¿Lo conoces?
- No –Piedad había nacido y crecido en Braavos.
¿Cómo podía conocer a alguien de Poniente? Tuvo que pensar un momento-. Es sólo
que… bueno, es agradable de ver, ¿no crees?
Lo era de un modo tosco, aunque sus ojos eran duros. Daena
se encogió de hombros.
-
Es muy viejo. No tanto como los otros, pero…
podría tener treinta años. Y es de
Poniente. Son terribles salvajes, Piedad. Es mejor estar lejos de los de su
clase.
- ¿Estar lejos? –Piedad soltó una risa tonta. Era
de la que clase de chicas que reían así- No. Tengo que acercarme más-. dio un
abrazo a Daena y dijo- Si el Chasqueador viene a buscarme, dile que he ido a
releer mis frases.
Sólo tenía unas pocas, y la mayoría eran sólo “Oh, no, no,
no” o “No, oh no, no me toques” o “Por favor, mi Señor, aún soy una doncella”,
pero aquella era la primera vez que Izembaro le había dado frases, así que era
de esperar que la pobre Piedad quisiera decirlas bien.
El enviado de los Siete Reinos había llevado a dos de sus
guardias dentro del palco para que permanecieran en pie tras él y la Perla
Negra, pero los otros dos se habían apostado justo ante la puerta para dejar
claro que no debía molestársele. Hablaban la Lengua Común de Poniente en voz
baja mientras Piedad pasaba sigilosamente tras ellos en el oscuro pasillo.
Aquella no era una lengua que Piedad conociera.
- ¡Por los siete infiernos, qué húmedo es este
sitio! –oyó quejarse a uno de los guardias- Tengo frío hasta en los huesos.
¿Dónde están los malditos naranjos? Siempre había oído que hay naranjos en las
Ciudades Libres. Limones y limas. Granadas. Pimientos, noches cálidas,
muchachas con el vientre desnudo. ¿Dónde están las muchachas con el vientre
desnudo, pregunto yo?
- Allá abajo en Lys, en Myr y en la Vieja Volantis
–respondió el otro guardia. Era un hombre más viejo, entrecano y de barriga
grande -. Una vez fui a Lys con Lord Twin, cuando él era la Mano de Aerys.
Braavos está al norte de Desembarco
del Rey, tonto. ¿No sabes leer un maldito mapa?
-
¿Cuánto tiempo crees que estaremos aquí?
- Más del que te gustaría –respondió el viejo-. Si
él vuelve sin el oro la reina le cortará la cabeza. Además, he visto a esa
esposa suya. Hay escaleras en Roca Casterly que no puede bajar por miedo a
quedarse atascada. Así de gorda está. ¿Quién volvería con ella, teniendo a esta
reina de hollín?
El guardia guapo sonrió.
-
¿No crees que después la compartirá con
nosotros?
- ¿Qué, estás loco? ¿Crees que se fija en gente
como nosotros? El maldito cabrón ni siquiera acierta con nuestros nombres la
mitad de las veces. Quizá fuera distinto con Clegane.
- El Señor no estaba hecho para espectáculos de comediantes
ni putas de lujo. Cuando el Señor quería a una mujer la tomaba, pero a veces
nos dejaba tenerla después. No me importaría probar a esa Perla Negra. ¿Crees
que será de color rosa entre las piernas?
Piedad quería escuchar más, pero no había tiempo. La Mano
Ensangrentada estaba a punto de empezar y el Chasqueador la estaría buscando
para que lo ayudara con el vestuario. Izembaro podía ser el Rey de los Comediantes,
pero era al Chasqueador a quien todos temían. Ya habría tiempo más tarde para
su apuesto guardia.
La Mano Ensangrentada
se iniciaba en un cementerio.
Cuando el enano apareció de repente desde detrás una lápida
de madera, el público empezó a silbar y a maldecir. Bobono anduvo como un pato
hasta la parte delantera del escenario y los miró con lascivia.
-
El dios de los siete rostros me ha engañado –empezó-.
A mi noble padre lo hizo del más puro oro y de oro hizo a mi hermano y hermana.
Pero yo estoy moldeado de un material más oscuro, de huesos, sangre y barro...
Para entonces Marro había aparecido tras él, sombrío y
terrible en la larga y negra túnica del Extraño. Su rostro también era negro,
sus dientes rojos y brillantes de sangre, mientras que sus cuernos de marfil
apuntaban hacia arriba desde su frente. Bobono no podía verlo, pero los de las
galerías sí, y ahora también el resto del público. La Puerta quedó mortalmente
callada. Marro avanzó en silencio.
Lo mismo hizo Piedad. Todos los trajes estaban colgados y el
Chasqueador estaba ocupado cosiendo a Daena en su vestido para la escena del
cortejo, así que nadie debería notar la ausencia de Piedad. Silenciosa como una
sombra, volvió sigilosamente atrás, a donde los estaban guardias junto al palco
del enviado. De pie en un hueco a oscuras, quieta como una piedra, podía ver
bien su rostro. Lo estudió con cuidado para estar segura. <<¿Soy
demasiado joven para él?>>, se preguntó. <<¿Demasiado poco
atractiva? ¿Demasiado delgada?>> Confió en que no fuera la clase de
hombre al que le gustaban las muchachas de pechos grandes. Bobono tenía razón
sobre su pecho. <<Sería mejor si pudiera llevármelo a casa y tenerlo para
mí sola. ¿Pero vendrá él conmigo?>>
-
¿Crees que puede ser él? –preguntó el apuesto.
-
¿Qué, te han robado los Otros la inteligencia?
-
¿Por qué no? Es un enano, ¿verdad?
-
El Gnomo no era el único enano del mundo.
- Quizá no, pero mira, todo el mundo habla de lo
listo que era, ¿cierto? Así que quizá se le ocurrió que el último lugar en el
que su hermana lo buscaría es en un espectáculo de comediantes, burlándose de
sí mismo. Así que hace exactamente eso, para pellizcarle a ella la nariz.
-
Ah, estás loco.
- Bueno, quizá lo siga tras la comedia. Lo
descubriré por mí mismo –el guardia puso una mano en el puño de su espada-. Si
estoy en lo cierto, me harán Señor, y si estoy equivocado, bueno, qué más da, es sólo un enano –soltó un ladrido de
risa.
En el escenario, Bobono estaba haciendo tratos con el
siniestro Extraño de Marro. Para ser tan pequeño tenía una gran voz, y ahora la
hacía sonar hasta el techo.
- Dame la copa –dijo al Extraño-, porque beberé
hasta el fondo. Y si sabe a oro y a sangre de Leon, mucho mejor. Ya que no
puedo ser el héroe, déjame ser el monstruo, y darles una lección de miedo en
vez de amor.
Piedad pronunció en silencio con él las últimas frases. Eran
frases mejores que las suyas, y también apropiadas. <<O me querrá o no me
querrá>>, pensó <<Así pues, que empiece la función.>> Rezó
una silenciosa plegaria al Dios de Muchos Rostros, se deslizó fuera del hueco e
hizo aspavientos a los guardias. <<Piedad, Piedad, Piedad.>>
-
Mis Señores –dijo-, ¿habláis Bravoosi? Oh, por
favor, decide que sí.
Los dos guardias intercambiaron una mirada.
-
¿De qué habla ésta? –preguntó el viejo- ¿Quién
es?
- Una de las comediantes –dijo el apuesto. Se
apartó el cabello claro de la frente y le sonrió-. Lo siento, dulzura, no
hablamos lo que farfullas.
<<Bulla y plumas>>, pensó Piedad, <<sólo
conocen la Lengua Común.>> Aquello no era bueno. <<Ríndete o sigue
adelante.>> No podía rendirse. Lo deseaba tanto.
- Conozco vuestra lengua, un poco –mintió, con la
sonrisa más dulce de Piedad- Vosotros sois señores de Poniente, dijo mi amigo.
El viejo rio.
-
¿Señores? Sí, eso somos.
Piedad bajó la vista a sus pies, tan tímida
-
Izembaro dijo que complaciera a los señores
–susurró- Si hay cualquier cosa que deseéis, lo que sea...
Los dos guardias intercambiaron una mirada. Luego el guapo
alargó la mano y le tocó el pecho.
-
¿Lo que sea?
-
Eres asqueroso –dijo el viejo.
-
¿Por qué? Si ese Izembaro quiere ser
hospitalario, sería grosero negarse –dio un pellizco a su pezón a través de la
tela del vestido, justo como el enano había hecho mientras ella le arreglaba la
polla-. Las comediantes son lo mejor que hay después de las putas.
-
Puede ser, pero ésta es una niña.
-
No lo soy –mintió Piedad-. Ya soy doncella.
-
No por mucho tiempo –dijo el guapo-. Soy Lord Rafford,
dulzura, y sé exactamente lo que quiero. Súbete esas faldas y apóyate en la
pared.
- Aquí
no –dijo Piedad, apartando sus manos –No donde hacemos el espectáculo. Puedo gritar, e Izembaro se enfadaría mucho.
-
Entonces, ¿dónde?
-
Conozco un sitio.
El guardia viejo tenía el ceño fruncido.
- ¿Qué? ¿Crees que puedes escabullirte? ¿Y si su
caballerosidad viene en tu busca?
- ¿Por qué iba a hacerlo? Tiene un espectáculo que
ver. Y tiene su propia puta. ¿Por qué no puedo tener yo la mía? Esto no me
llevará mucho.
<<No>>, pensó ella, <<no mucho.>>
Piedad lo cogió de la mano y lo guio por la parte de atrás, bajando las
escaleras hasta salir a la brumosa noche.
- Podríais ser un comediante, si quisierais –le
dijo, mientras él la apretaba contra la pared del teatro.
-
¿Yo? –resopló el guardia-. Yo no, muchacha. Toda
esa maldita cháchara. No recordaría ni la mitad.
- Al principio es difícil –admitió ella-. Pero
tras un tiempo resulta más fácil. Yo podría enseñaros a decir una frase. Sí que
podría.
Él le sujetó la muñeca.
-
Yo te enseñaré a ti. Hora de tu primera lección.
La atrajo hacia sí de un fuerte tirón y la besó en los
labios, forzando su lengua dentro de la boca de ella. Estaba húmeda y viscosa,
como una anguila. Piedad la lamió con su propia lengua. Luego se desprendió de
él, sin aliento.
- Aquí no. Alguien puede vernos. Mi habitación no
está lejos, pero deprisa. Tengo que volver antes del segundo acto o me perderé mi violación.
Él sonrió.
-
No tengas miedo de eso, muchacha –pero dejó que
ella tirara de él.
Cogidos de la mano, corrieron a través de la niebla sobre puentes,
por callejones y subieron cinco tramos de escalones de madera astillados. Para
cuando entraron corriendo por la puerta de su pequeña habitación, el guardia
estaba jadeando. Piedad encendió una vela de sebo y luego bailó alrededor de
él, riendo como una tonta.
- Oh, ahora estáis agotado. Olvidé lo viejo que
erais, mi Señor. ¿Queréis dormir una pequeña siesta? Sólo tumbaos, cerrad los
ojos y yo volveré después de que el Gnomo acabe de violarme.
- No vas a irte a ninguna parte –la atrajo
bruscamente hacia él-. Quítate esos harapos y te enseñaré lo viejo que soy,
muchacha.
-
Piedad –dijo ella-. Mi nombre es Piedad. ¿Podéis decirlo?
-
Piedad –dijo él-. Mi nombre es Raff.
-
Lo sé.
Deslizó su mano entre las piernas de él y a través de la
lana de sus calzones notó lo dura que la tenía.
-
Los cordones –insistió él-. Sé una buena chica y
desátalos.
En vez de eso, ella deslizó su dedo por el interior de su
muslo. Él gruñó.
-
¡Maldita sea! Ten cuidado ahí, tú…
Piedad soltó un grito ahogado y retrocedió con el rostro
confuso y asustado.
-
¡Estáis sangrando!
-
¡Qué…! –bajó la vista-. Dioses,
sed buenos. ¿Qué me has hecho, pequeña puta?
La mancha roja se extendía por su muslo, empapando la gruesa
tela.
-
Nada –chilló Piedad-. Yo nunca… oh, oh, hay tanta
sangre. Para, para, me estás asustando.
Él sacudió la cabeza con una mirada aturdida en el rostro.
Cuando apretó su mano contra su muslo, salió un chorro de sangre de entre sus
dedos. Bajaba por su pierna hasta dentro de su bota. <<Ya no parece tan apuesto>>,
pensó ella <<sólo parece blanco y asustado.>>
- Una toalla –jadeó el guardia-. Tráeme una
toalla, un trapo, apriétalo. Dioses. Me siento mareado.
Su pierna estaba empapada en sangre desde el muslo hasta
abajo. Cuando trató de apoyarse en ella, su rodilla se torció y él cayó.
- Ayúdame –suplicó, mientras la entrepierna de sus
calzones se enrojecía-. Madre, ten piedad. Muchacha, un sanador… Corre a buscar
a un sanador, deprisa.
-
Hay uno en el siguiente canal, pero no vendrá.
Debéis ir vos hasta él. ¿Podéis andar?
- ¿Andar? –sus dedos estaban manchados de sangre-
¿Estás ciega, muchacha? Estoy sangrando como un cerdo en una pica. No puedo
andar con esto.
-
Bueno –dijo ella-, entonces no sé cómo llegareis
allí.
-
Tienes que cargar conmigo.
<<¿Ves?>>, pensó Piedad. <<Te sabes tu
frase y yo también.>>
-
¿Eso crees? –preguntó Arya dulcemente.
Raff el Dulce levantó bruscamente la vista mientras la larga
y delgada hoja se deslizaba fuera de la manga de ella. Se la introdujo en la
garganta por debajo del mentón, la retorció y la sacó de un único y fluido
tajo. A continuación hubo una lluvia fina y los ojos de él se apagaron.
- Valar Morghulis –susurró Arya, pero Raff estaba
muerto y no la oía. Ella se sorbió la nariz.
<<Debí haberle ayudado a bajar las escaleras antes de
matarlo. Ahora tendré que arrastrarlo hasta el canal y hacerlo rodar
dentro.>> Las anguilas harían el resto.
-
Piedad, Piedad, Piedad –cantó tristemente.
Había sido una muchacha tonta y atolondrada, pero de buen
corazón. La echaría de menos y echaría de menos a Daena, al Chasqueador y a los
demás, incluso a Izembaro y a Bobono. No dudó de que aquello le traería
problemas al Señor del Mar y al enviado de la gallina en el pecho.
Sin embargo, pensaría en eso después. Ahora mismo no había
tiempo. <<Es mejor que corra.>> Piedad aún tenía algunas frases que
decir, serían sus primeras y últimas, e Izembaro le cortaría su bonita y vacía
cabecita si llegaba tarde a su propia violación.