Otro año, otro capítulo. Éste ya es el quinto que George RR
Martin cuelga en su blog. Si no me equivoco, en su día solo colgó tres de Danza
de Dragones antes de que se publicara el libro. ¿Nos está dando a entender que
aún le falta lo suyo? De todos modos, este segundo capítulo de Arianne Martell
ya lo leyó él mismo en convenciones y existen versiones traducidas en Internet.
Yo he querido hacer la mía para practicar mis habilidades de traductor y por
aquello de que con algo hay que llenar este blog. Y no nos engañemos: Las
traducciones de Vientos de Invierno son con diferencia mis entradas más leídas.
A decir verdad, reencontrarme con la fértil prosa del señor
Martin me recuerda lo decepcionado que estoy con su adaptación televisiva. No
me considero lo que se dice un purista de los libros. Más aún, dada mi
formación como guionista y realizador -aunque nunca haya ejercido
profesionalmente como tal- entiendo especialmente bien los motivos de algunos
de los cambios hechos entre la página y la pantalla. Es precisamente por eso
por lo que la quinta temporada de la serie me pareció en términos generales un
gran metedura de pata. Lo peor de todo es que, conociendo los problemas
estructurales y narrativos de Festín de Cuervos y Danza de Dragones, creo que
esa quinta temporada podía haber mejorado incluso a los libros. Sin embargo,
salvo por cosas puntuales como el episodio de Casa Austera -que en mi opinión
está un puntín sobrevalorado-, el resto fueron una cadena de errores de
planteamiento y ejecución que culminaron con la horrible trama de Dorne. Es por
ello que al traducir este capítulo, el cual forma parte de esa misma trama, no
puedo dejar de pensar en lo que pudo haber sido y no fue. Incluso la
liquidación (nunca mejor dicho) de esa linea argumental al comienzo de la sexta
temporada me produjo un cierto alivio, como cuando se remata a un animal herido
de muerte para que no siga sufriendo.
Ahora ya no veo Juego de Tronos con el mismo entusiasmo ni
la ilusión de antes. Tampoco es que odie la serie, pero ya no la amo.
Afortunadamente y como dice el propio Martin, los libros siempre seguirán
existiendo para que los disfrutemos. Ya solo falta que los dos últimos empiecen
a existir también, por aquello de que todas las buenas historias necesitan un
final.
Para terminar, un par de apuntes: me ha costado Dios y ayuda
traducir algunos de los nombres de árboles y plantas que aparecen en el
capítulo, en parte porque algunos son reales y otros inventados. Si encontráis
algún término que os parezca artificial o mal traducido, sed indulgentes. Del
mismo modo, el texto contiene varios nombres de lugares que no habían aparecido
hasta ahora y por lo tanto no tenían traducción en castellano. Gracias a los
dioses "Weeping Town" aparece traducida como "Villallorosa"
en la Guía de Viajes por los Siete Reinos de Poniente. Lo que no aparece por
ninguna parte es "Holf of Men", término que muchos sospechan que está
mal escrito (y que yo sepa, la palabra "holf" no existe en inglés).
Por eso he probado a traducirlo partiendo de "Half of Men", Dicho
esto, que disfrutéis del capítulo.
ARIANNE 2
A
lo largo de toda la costa meridional del Cabo de la Ira se levantaban atalayas
de piedra en ruinas, erigidas en tiempos antiguos para dar aviso cuando los
saqueadores de Dorne cruzaban el mar para robar. Alrededor de las atalayas
habían crecido pueblos. Algunos habían florecido hasta ser ciudades.
El
Peregrino tocó puerto en Villallorosa,
donde el cadáver del Joven Dragón había permanecido tres días durante su viaje
a casa desde Dorne. Las banderas que ondeaban en los sólidos muros de madera de
la ciudad aún mostraban el ciervo y el león del rey Tommen, lo que sugería que
allí al menos la autoridad del Trono de Hierro aún mantenía su dominio.
- Guardad vuestras lenguas –advirtió
Arianne a sus acompañantes mientras desembarcaban–. Sería mejor si en Desembarco
del Rey nunca supieran que hemos pasado por aquí.
Si la rebelión
de John Connington fuera sofocada, sería malo que se supiera que Dorne la había
enviado a hacer tratos con él y con su pretendiente. Aquella era otra lección
que su padre se había molestado mucho en enseñarle: elige tu bando con cuidado
y sólo si tiene posibilidades de vencer.
No tuvieron
problemas para comprar caballos, aunque el coste fue cinco veces mayor de lo
que lo habría sido un año antes.
- Son viejos, pero de fiar –afirmó el
mozo de cuadra–. No los encontrareis mejores a este lado de Bastión de Tormentas.
Los hombres del grifo se apoderan de cualquier caballo y mula que encuentran.
También de los bueyes. Algunos pondrán una marca en un papel si les reclamáis
el pago, pero hay otros que con la misma rapidez os abrirán el vientre de un
tajo y os pagarán con un puñado de vuestras propias tripas. Si os topáis con
uno de esos, tened cuidado con vuestras lenguas y entregad vuestros caballos.
La ciudad era
lo bastante grande como para tener tres posadas, y en sus salas comunes
abundaban los rumores. Arianne envió a sus hombres a cada una de ellas para
escuchar cuanto pudieran. En El Escudo
Roto, a Daemon Arena le dijeron que el gran septo de Mitad de los Hombres había
sido incendiado y saqueado por asaltantes marinos, y que se habían llevado como
esclavas a cien jóvenes novicias de la casa madre de la Isla de las Doncellas. En El Lunático, Joss Hood se enteró de que
medio centenar de hombres y muchachos de Villallorosa habían
partido hacia el norte para unirse a Jon Connington en Nido del Grifo, incluido
el joven Ser Addam, hijo y heredero del anciano Lord Whitehead. Pero en el
apropiadamente llamado Dorniense Borracho,
Plumas oyó murmurar a unos hombres que el grifo había dado muerte al hermano de
Ronnet el Rojo y violado a su hermana doncella. Se decía que el propio Ronnet
viajaba presto hacia el sur para vengar la muerte de su hermano y la deshonra
de su hermana.
Esa
noche Ariannne envió el primero de sus cuervos de vuelta a Dorne, informando a
su padre de todo cuando habían visto y oído. A la mañana siguiente su compañía
partió hacia Bosqueumbrío mientras los primeros rayos del sol naciente caían
oblicuos sobre los empinados tejados y los retorcidos callejones de
Villallorosa. A media mañana empezó a caer una ligera lluvia mientras se
dirigían al norte, a través de una tierra de campos verdes y pequeñas aldeas.
Hasta entonces no habían visto señales de lucha, pero todos los demás viajeros
de aquel camino lleno de baches parecían ir en la dirección opuesta, y las
mujeres de las aldeas por las que pasaban les miraban fijamente con ojos
recelosos y mantenían a sus hijos cerca. Más hacia el norte, los campos dieron
paso a colinas onduladas y a espesas arboledas de bosque viejo, el camino se
redujo a un sendero y las aldeas se hicieron menos frecuentes.
El
anochecer los encontró en la linde de La Selva, un mundo verde y húmedo donde
arroyos y ríos corrían a través de bosques oscuros y donde el suelo estaba
hecho de barro y hojas podridas. Enormes sauces crecían a lo largo de las
corrientes de agua, más grandes que ninguno que Arianne hubiera visto, con los
troncos tan nudosos y retorcidos como el rostro de un anciano y adornados con
barbas de musgo plateado. Los árboles se apiñaban juntos por todos lados,
ocultando el sol; cicutas y cedros rojos, robles blancos, pinos soldado tan
altos y derechos como torres, centinelas colosales, arces de grandes hojas,
secoyas, árboles gusano e incluso aquí y allá algún arciano salvaje. Bajo sus
ramas enmarañadas crecían con profusión ramas y helechos; helechos espada,
helechos hembra, campanillas y encajes de gaitero, onagras y hiedras venenosas,
hepáticas, pulmonarias y bejuquillos. Las setas brotaban entre las raíces de
los árboles y también de sus troncos, como pálidas manos moteadas que atrapaban
la lluvia. Otros árboles estaban revestidos de musgo verde, gris, rojo y en una
ocasión de un intenso púrpura. Los líquenes cubrían cada roca y cada piedra.
Los hongos venenosos pululaban junto a la leña podrida. El mismo aire parecía
verde.
Arianne
había oído una vez a su padre y al maestre Caleotte discutir con un septón
acerca de por qué las orillas norte y sur del Mar de Dorne eran tan distintas.
El septón pensaba que era debido a Durran Pesardedioses, el primer Rey de la
Tormenta, quien había raptado a la hija del dios del mar y de la diosa del
viento, ganándose su eterna enemistad. El Príncipe Doran y el maestre se
inclinaban más hacia el viento y el agua, y hablaban de cómo las grandes
tormentas que se formaban al sur en el Mar de Verano cogían humedad al moverse
hacia el norte, hasta que se estrellaban contra el Cabo de la Ira. Recordó a su
padre diciendo que por alguna extraña razón las tormentas nunca parecían
golpear Dorne.
- Conozco vuestra razón –había respondido
el septón–. Ningún dorniense raptó jamás a la hija de dos dioses.
La marcha era
mucho más lenta allí de lo que lo había sido en Dorne. En vez de por caminos propiamente
dichos cabalgaban por tajos como gibas que serpenteaban por aquí y por allá,
atravesando grietas en enormes rocas cubiertas de musgo y bajando por profundas
quebradas obstruidas por zarzamoras. A veces el sendero desaparecía por
completo, hundiéndose en ciénagas o desvaneciéndose entre los helechos, y
haciendo que Arianne y sus acompañantes tuvieran que buscar un camino entre los
silenciosos árboles. La lluvia seguía cayendo suave y constantemente. El sonido
de la humedad goteando de las hojas los
rodeaba por todas partes, y más o menos cada milla los llamaba la música de
alguna pequeña cascada.
La Selva
también estaba llena de cuevas. La primera noche buscaron refugio en una de
ellas para librarse de la lluvia. En Dorne habían viajado a menudo después de
oscurecer, cuando la luz de la luna convertía las agitadas arenas en plata,
pero la Selva estaba demasiado llena de ciénagas, quebradas y pozas, y bajo los
árboles, donde la luna era sólo un recuerdo, era tan negra como el carbón.
Plumas
encendió un fuego y cocinó un par de liebres cazadas por Ser Garibald con cebolla
y setas silvestres que había encontrado por el camino. Después de cenar, Elia
Arena hizo una antorcha con un palo y algo de musgo seco y se fue a explorar el
interior de la cueva.
- Procura no alejarte demasiado –le dijo
Arianne –. Algunas de estas cuevas son muy profundas. Es fácil perderse.
La princesa
perdió otra partida de cyvasse frente
a Daemon Arena, le ganó una a Joss Hood y luego se retiró mientras ambos
empezaban a explicarle las reglas a Jayne Ladybrigth. Ya estaba cansada de juegos
así.
<<Puede
que Nym y Tirene ya hayan llegado a Desembarco del Rey>>, se dijo,
mientras se acomodaba con las piernas cruzadas junto a la boca de la cueva para
ver caer la lluvia. <<Si no, deberían llegar allí pronto>>.
Trescientos lanceros veteranos habían ido con ellas por la Sendahuesos, pasando
junto a las ruinas de Refugio Estival y subiendo por el Camino Real. De haber
intentado los Lannister que su pequeña trampa saltara en el Bosque Real, Lady
Nim habría procurado que terminara en desastre. Tampoco los asesinos habrían
encontrado a su presa. El príncipe Trystane se había quedado a salvo en Lanza
del Sol, tras despedirse entre lágrimas de la princesa Myrcella. <<Eso da
cuenta de un hermano>>, pensó Arianne, <<¿pero dónde está Quentyn,
si no es con el grifo?>> ¿Se habría casado con su reina de los dragones?
El Rey Quentyn. Aún le parecía absurdo. Aquella nueva Daenerys Targaryen era
media docena de años más joven que Arianne. ¿Qué iba a querer una doncella de
esa edad de su soso y erudito hermano? Las muchachas soñaban con gallardos
caballeros de pícara sonrisa, no con muchachos serios que siempre cumplían con
su deber. <<Sin embargo, querrá Dorne. Si confía en sentarse en el Trono
de Hierro, debe tener Lanza del Sol>>. Si Quentyn era el precio de ello,
aquella reina de los dragones lo pagaría. ¿Y si ella estaba con Connington en
Nido del Grifo, y todo aquello de otro Targaryen era sólo alguna clase de sutil
estratagema? Su hermano podía muy bien estar con ella. <<¿Necesitaré
arrodillarme ante él?>>
Nada bueno iba
a salir de hacerse preguntas. Quentyn sería rey o no lo sería. <<Rezo
porque Daenerys lo trate con más delicadeza de como trató a su propio
hermano.>>
Era hora de
dormir. Les quedaban muchas leguas que cabalgar por la mañana. Fue sólo al
acostarse cuando Arianne se percató de que Elia Arena no había regresado de su
exploración. <<Si le ha sucedido algo, sus hermanas me matarán de siete
maneras distintas>>. Jayne Ladybright juró que la muchacha jamás había
salido de la cueva, lo que significaba que aún seguía allí al fondo en alguna
parte, vagando en la oscuridad. Cuando sus gritos no la hicieron salir, no
quedó otro remedio que hacer antorchas e ir en su busca.
La cueva
resultó ser mucho más profunda de lo que ninguno de ellos había sospechado. Más
allá de la boca de piedra donde la compañía había acampado y amarrado a los
caballos, una serie de tortuosos pasadizos con oscuros agujeros a ambos lados conducían
más y más abajo. Aún más adentro, las paredes se abrieron de nuevo y los
buscadores se encontraron en una vasta caverna de piedra caliza, más grande que
el gran salón de un castillo. Sus gritos agitaron un nido de murciélagos, los
cuales revolotearon ruidosamente por encima de ellos, pero sólo les
respondieron ecos lejanos. Un lento recorrido por el salón reveló otros tres
pasadizos, uno de ellos tan pequeño que les habría exigido proseguir a cuatro
patas.
- Probaremos antes con los otros –dijo la
princesa–. Daemon, venid conmigo. Garibald, Joss, probad con el otro.
Antes de dar
cien pasos, el pasadizo que Arianne había elegido se hizo empinado y húmedo. El
suelo se volvió traicionero. En una ocasión dio un desliz y tuvo que agarrarse
para evitar resbalar. Más de una vez pensó en volver atrás, pero podía ver
delante la antorcha de Ser Daemon y oírlo llamando a Elia, de modo que
continuó. Y de repente se encontró en otra caverna cinco veces más grande que
la anterior, rodeada de un bosque de columnas de piedra. Daemon Arena se acercó
a su lado y levantó la antorcha.
- Mirad cómo han dado forma a la piedra
–dijo–. Esas columnas y la pared de allí. ¿Las veis?
- Rostros –dijo Arianne. <<Tantos
ojos tristes, mirando fijamente.>>
- Este lugar perteneció a los Niños del
Bosque.
- Hace mil años –Arianne volvió la
cabeza–. Escuchad. ¿No es ése Joss?
Lo era. Como Daemon
y ella supieron tras ascender por la resbaladiza pendiente hasta el primer
salón, los demás buscadores habían encontrado a Elia. Su pasadizo descendía
hasta una charca oscura y remansada donde descubrieron a la muchacha con el
agua hasta la cintura, atrapando peces blancos y ciegos con sus manos desnudas
mientras su antorcha ardía roja y humeante en la arena donde la había plantado.
- Podías haber muerto –le dijo Arianne
cuando hubo oído la historia. Agarro a Elia por el brazo y la zarandeó–. Si esa
antorcha se hubiera apagado te habrías quedado sola en la oscuridad, igual que
si estuvieras ciega. ¿Qué creías que estabas haciendo?
- Atrapé dos peces –dijo Elia Arena.
- Podías haber muerto –repitió Arianne.
Sus palabras resonaron en las paredes de la caverna–. Muerto… muerto… muerto…
Más tarde,
cuando hubieron regresado a la superficie y su ira se hubo calmado, la princesa
se llevó aparte a la muchacha y la hizo sentarse.
- Elia, esto debe terminar –le dijo–. Ya
no estamos en Dorne. Tú ya no estás con tus hermanas y esto no es un juego.
Quiero tu palabra de que harás tu papel de sirvienta hasta que estemos a salvo
de vuelta en Lanza del Sol. Quiero que seas sumisa, dulce y obediente. Debes
contener tu lengua. No quiero oírte hablar más de Lady Lanza ni de torneos, ni
mencionar a tu padre ni a tus hermanas. Los hombres con los que debo tratar son
mercenarios. Hoy sirven a ese hombre que se hace llamar Jon Connington, pero
mañana podrían servir igual de fácilmente a los Lannister. Lo único que hace
falta para ganarse el corazón de un mercenario es oro, y en Roca Casterly no
falta. Si el hombre equivocado averigua quién eres, podrían secuestrarte y
pedir un rescate…
- No –la interrumpió Elia–. Es a ti a quien querrían para pedir un
rescate. Eres la heredera de Dorne. Yo sólo soy una bastarda. Tu padre daría un
cofre de oro por ti. Mi padre está muerto.
- Muerto, pero no olvidado –dijo Arianne,
quien había pasado media vida deseando que el príncipe Oberyn hubiera sido su
padre–. Eres una Serpiente de Arena y el príncipe Doran pagaría cualquier
precio para que manteneros a salvo a ti y tus hermanas –al menos eso hizo
sonreír a la muchacha–. ¿Tengo tu palabra de honor? ¿O debo enviarte de vuelta?
- Lo juro –Elia no pareció contenta.
- Sobre los huesos de tu padre.
- Sobre los huesos de mi padre.
<<Ese
juramento sí lo mantendrá>> decidió Arianne. Besó a su prima en la
mejilla y la mandó a dormir. Quizás saliera algo bueno de su aventura.
- Hasta ahora nunca supe lo salvaje que
era –se quejó más tarde ante Daemon Arena– ¿Por qué me haría mi padre cargar
con ella?
- ¿Venganza? –sugirió el caballero con
una sonrisa.
Llegaron a
Bosqueumbrío hacia el final del tercer día. Ser Daemon hizo adelantarse a Joss
Hood para que explorara y averiguara quién ocupaba el castillo en aquel
momento.
- Hay veinte hombres recorriendo las
murallas, quizá más –informó a su regreso–. Muchos carros y carretas. Entran
muy cargados y salen vacíos. Hay guardias en cada puerta.
- ¿Estandartes? –preguntó Arianne.
- Dorados. En la casa de guardia y en la
torre.
- ¿Qué emblema llevaban?
- No pude ver ninguno, pero no había viento.
Los estandartes colgaban flácidos de sus astas.
Aquello era un
fastidio. Los estandartes de la Compañía Dorada eran de tela de oro, carentes
de armas y ornamentos… pero los estandartes de la Casa Baratheon también eran
dorados, aunque mostraban el ciervo coronado de Bastión de Tormentas. Los flácidos
estandartes dorados podían ser de cualquiera de ellos.
- ¿Había otros estandartes? ¿De gris
plateado?
- Todos cuantos vi eran dorados,
princesa.
Ella asintió.
Bosqueumbrío era la sede de la Casa Mertyns, cuyas armas eran un gran búho
blanco sobre gris. Si sus estandartes no hondeaban, probablemente lo que se
decía era cierto y el castillo había caído en manos de Jon Connington y sus
mercenarios.
- Debemos correr el riesgo –dijo a su
grupo. Había terminado aceptando que la cautela de su padre había servido bien
a Dorne, pero aquel era el momento de la
audacia de su tío–. Al castillo.
- ¿Desplegamos vuestro estandarte?
–preguntó Joss Hood.
- Aún no –dijo Arianne. En la mayoría de
los lugares le era útil hacer el papel de princesa, pero había algunos en donde
no.
A media milla
de las puertas del castillo, tres hombres con jubones de cuero tachonado y
cascos de acero salieron de entre los árboles para bloquearles el paso. Dos de
ellos llevaban ballestas cargadas y con muescas. El tercero sólo iba armado con
una desagradable sonrisa.
- ¿Adónde os dirigís, guapitos?
–preguntó.
- A Bosqueumbrío, a ver a tu amo
–respondió Daemon Arena.
- Buena respuesta –dijo el de la sonrisa–.
Venid con nosotros.
Los nuevos
amos mercenarios de Bosqueumbrío se hacían llamar el Joven John Mudd y Cadenas.
Ambos decían ser caballeros, pero no se comportaban como ningún caballero que
Arianne hubiera conocido jamás. Mudd vestía de marrón de la cabeza a los pies,
el mismo color que su piel, pero un par de monedas de oro colgaban de sus
orejas. Ella sabía que mil años atrás los Mudd habían sido reyes allá arriba en
el Tridente, pero no había nada regio en aquél. Tampoco era particularmente
joven, pero al parecer su padre también había servido en la Compañía Dorada,
donde lo habían conocido como el Viejo John Mudd.
Cadenas era la
mitad de alto que Mudd y su ancho pecho lo surcaban de la cintura a los hombros
un par de oxidadas cadenas. Mientras que Mudd portaba daga y espada, Cadenas no
portaba otra arma que cinco pies de eslabones de hierro, el doble de gruesos y
pesados que los que surcaban su pecho. Los blandía como un látigo.
Eran hombres
duros, ásperos, brutales y no bien hablados, con cicatrices y rostros curtidos
que delataban un largo servicio en las compañías libres.
- Sargentos –murmuró Ser Daemon al
verlos–. Ya he conocido antes a los de su calaña.
Una vez que
Arianne les hizo saber su nombre y sus propósitos, los dos sargentos demostraron
ser bastante hospitalarios.
- Pasareis aquí la noche –dijo Mudd–. Hay
camas para todos vosotros. Por la mañana tendréis caballos frescos y las
provisiones que necesitéis. El maestre de la señora puede enviar un pájaro a
Nido del Grifo para hacerles saber que estáis de camino.
- ¿Para hacérselo saber a quiénes?
–preguntó Arianne– ¿A Lord Connington?
Los
mercenarios intercambiaron una mirada.
- Al
Mediomaestre –dijo John Mudd–. Es a él a quien encontraréis en el Nido.
- El Grifo está de marcha –dijo Cadenas.
- ¿De marcha hacia dónde? –preguntó Ser
Daemon.
- No nos corresponde decirlo –dijo Mudd–.
Cadenas, contén esa lengua.
Cadenas soltó
un bufido.
- Ella es de Dorne. ¿Por qué no debe saberlo?
Ha venido a unirse a nosotros, ¿no es así?
<<Eso
aún está por determinar>>, pensó Arianne Martell, pero sintió que era
mejor no insistir en el asunto.
Al caer la
noche les sirvieron una excelente cena en el solar, en lo alto de la Torre de
los Búhos, donde se les unieron la viuda Lady Mertyns y su maestre. A pesar de
estar cautiva en su propio castillo, la anciana parecía activa y jovial.
- Mis hijos y nietos se fueron cuando
Lord Renly convocó sus estandartes –contó a la princesa y a su grupo–. No los
he visto desde entonces, aunque de vez en cuando me mandan un cuervo. Uno de
mis nietos recibió una herida en Aguasnegras, pero desde entonces se ha
recuperado. Espero que regresen aquí a tiempo de ahorcar a este montón de
ladrones.
Agitó un muslo
de pato hacia Mudd y Cadenas, al otro lado de la mesa.
- No somos ladrones –dijo Mudd–. Somos
recolectores.
- ¿Comprasteis toda esa comida que hay
abajo en el patio?
- La recolectamos –dijo Mudd–. Los
campesinos pueden cultivar más. Nosotros servimos a tu legítimo rey, vieja
bruja –parecía estar disfrutando con aquello–. Deberías aprender a hablar más
cortesmente a los caballeros.
- Si vosotros dos sois caballeros, yo aún
soy doncella –dijo Lady Mertyns–. Y hablaré como me plazca. ¿Qué haréis,
matarme? Ya he vivido demasiado.
La princesa
Arianne dijo:
- ¿Os han tratado bien, mi señora?
- No me han violado, si es eso lo que
preguntáis –dijo la anciana–. Algunas de las sirvientas han sido menos
afortunadas. Casadas o no, los hombres no hacen distinciones.
- Nadie ha cometido violaciones –insistió
el Joven John Mudd–. Connington no lo toleraría. Seguimos órdenes.
Cadenas
asintió.
- A algunas mozas las persuadieron, quizás.
- Del mismo modo que a algunos de
nuestros campesinos los persuadieron para daros todas sus cosechas. Melones o
virginidad, tanto da para los de vuestra calaña. Si lo queréis, lo tomáis –Lady
Mertyns se volvió hacia Arianne –Si veis a ese Lord Connington, decidle que
conocí a su madre y que ella estaría avergonzada.
<<Quizás
lo haga>>, pensó la princesa.
Aquella noche
envió el segundo cuervo a su padre.
Arianne volvía
a su aposento cuando oyó risas apagadas provenientes de la habitación contigua.
Se detuvo y escuchó por un momento, luego empujó la puerta para encontrar a
Elia Arena acurrucada en el asiento de la ventana, besando a Plumas. Cuando
Plumas vio a la princesa allí de pie, se levantó de un salto y comenzó a
tartamudear. Ambos tenían aún la ropa puesta. Arianne se consoló un poco con
ello mientras echaba de allí a Plumas con una mirada cortante y con un “Vete”.
Luego se volvió hacia Elia.
- Tiene el doble de tu edad. Es un
sirviente. Limpia caca de pájaro para el maestre. Elia, ¿qué estabas pensando?
- Sólo nos besábamos. No voy a casarme
con él –Elia cruzó los brazos bajo sus pechos de manera desafiante–. ¿Crees que
nunca he besado antes a un muchacho?
- Plumas es un hombre.
<<Un
sirviente, pero aun así un hombre>>. A la princesa no se le escapó que
Elia tenía la misma edad que ella cuando le entregó su virginidad a Daemon
Arena.
- No soy tu madre. Besa a todos los
muchachos que quieras cuando regresemos a Dorne. Aquí y ahora, sin embargo…
éste no es lugar para besos, Elia. Sumisa, dulce y obediente, dijiste. ¿Debo añadir
casta también? Lo juraste sobre los huesos de tu padre.
- Lo recuerdo –dijo Elia, pareciendo
escarmentada–. Sumisa, dulce y obediente. No volveré a besarlo.
El camino más
corto desde Bosqueumbrío hasta el Nido del Grifo era a través del corazón verde
y húmedo de La Selva, lento en el mejor de los casos. A Arianne y a sus
acompañantes les llevó casi ocho días enteros. Viajaron con la música de las
continuas y flagelantes lluvias que batían las copas de los árboles, aunque
bajo el gran toldo verde de hojas y ramas, ella y sus jinetes permanecieron
sorprendentemente secos. Cadenas los acompañó durante los primeros cuatro días
de su viaje al norte, con una hilera de carros y con diez de sus propios
hombres. Lejos de Mudd se mostró más comunicativo, y Arianne fue capaz de usar
su encanto para sacarle la historia de su vida. Lo que más lo enorgullecía era
un bisabuelo que había luchado con el Dragón Negro en el Prado Hierbarroja y
cruzado el Mar Angosto con Aceroamargo. El propio Cadenas había nacido dentro
de la compañía, engendrado de una prostituta por su padre mercenario. Aunque lo
habían criado para que hablara la Lengua Común y se consideraba de Poniente,
hasta entonces jamás había puesto el pie en ningún lugar de los Siete Reinos.
<<Una
triste y familiar historia>>, pensó Arianne. Su vida era de una sola
pieza, una larga lista de lugares en los que había luchado, enemigos a los que
se había enfrentado y matado, heridas que había recibido. La princesa lo dejó
hablar, animándolo de vez en cuando con una risa, un toque o una pregunta,
fingiendo estar fascinada. Averiguó más de lo que jamás necesitaría saber sobre
la habilidad de Mudd con los dados, sobre Dos Espadas y su afición a las
pelirrojas, sobre la ocasión en la que alguien se había largado con el elefante
favorito de Harry Strickland, sobre Chochito y su gato de la suerte y sobre las
demás proezas y debilidades de los hombres y oficiales de la Compañía Dorada.
Pero al cuarto día, en un momento de descuido, a Cadenas se le escapó un
“…cuando tengamos Bastión de Tormentas…”
La princesa no
hizo ningún comentario, aunque aquello le dio mucho que pensar. <<Bastión
de Tormentas. Ese Griffin parece ser audaz. O si no, un tonto>>. Algunos
decían que Bastión de Tormentas, la sede de la casa Baratheon durante tres
siglos y de los antiguos Reyes de la Tormenta durante miles de años antes, era
inexpugnable. Arianne había oído a hombres discutir sobre cuál era el castillo
más fuerte del reino. Algunos decían que Roca Casterly, otros que el Nido de
Águilas de los Arryn, otros que Invernalia en el helado norte, pero siempre
mencionaban también Bastión de Tormentas. La leyenda decía que Brandon el
Constructor lo había levantado para soportar la furia de un dios vengativo. Sus
murallas eran las más altas y fuertes de los Siete Reinos, de entre cuarenta y
ochenta pies de grosor. Su enorme torre circular sin ventanas tenía menos de la
mitad de la altura que el Faro de Antigua, pero se alzaba recta hacia arriba en
vez de ser escalonada, con muros tres veces más gruesos que los que se
encontraban en Antigua. Ninguna torre de asedio era lo bastante alta para
alcanzar las almenas de Bastión de Tormentas. Ninguna balista ni catapulta podía
abrir brechas en sus enormes murallas. <<¿Piensa Connington montar un
asedio?>>, se preguntó. <<¿Cuántos hombres puede tener?>>.
Mucho antes de que cayera el castillo, los Lannister enviarían un ejército para
romper cualquier asedio. <<Eso también es imposible.>>
Esa noche,
cuando le contó a Ser Daemon lo que Cadenas le había dicho, el bastardo de
Bondadivina pareció tan perplejo como ella.
- Lo último que yo había oído es que
Bastión de Tormentas sigue ocupado por hombres leales a Lord Stannis. Se diría
que a Conningtón puede irle mejor haciendo causa común con otro rebelde que
haciendo la guerra contra él también.
- Stannis está demasiado lejos para
servirle de ayuda –dijo Arianne, pensativa–. Capturar algunos castillos menores
mientras sus señores y guarniciones están fuera en guerras lejanas es una cosa,
pero si Lord Connington y su dragón pueden de algún modo tomar uno de los
grandes baluartes del reino...
- …el reino tendrá que tomarlos en serio
–concluyó Ser Daemon–. Y algunos de aquellos que no aman a los Lannister bien
podrían acudir en tropel junto a sus estandartes.
Esa noche
Arianne escribió otra breve nota a su padre e hizo que Plumas la enviara con su
tercer cuervo.
Al parecer, el
Joven John Mudd también había estado enviando cuervos. Al anochecer del cuarto
día, no mucho después de que Cadenas y sus carros se hubieran separado de
ellos, la compañía de Arianne se encontró con una columna de mercenarios de
Nido del Grifo mandada por la criatura más exótica sobre la que la princesa
había posado jamás sus ojos, una con las uñas pintadas y gemas brillando en sus
orejas.
Lysono Maar
hablaba muy bien la Lengua Común.
- Tengo el honor de ser los ojos y los
oídos de la Compañía Dorada, princesa.
- Parecéis… –dudó ella.
- ¿…una mujer? –rio él– No lo soy.
- …un Targaryen –insistió Arianne.
Sus ojos eran
de un pálido lila, su cabello una cascada de blanco y oro. Sin embargo, algo en
él hacía que se le pusiera la piel de gallina. <<¿Es éste el aspecto que
tenía Viserys?>> se sorprendió preguntándose. <<Si lo era, quizás
sea bueno que esté muerto>>.
- Me siento alagado. Se dice que las
mujeres de la Casa Targaryen no tienen rival en todo el mundo.
- ¿Y los hombres de la Casa Targaryen?
- Oh, son incluso más guapos. Aunque a
decir verdad, yo sólo he visto a uno –Maar tomó la mano de ella en la suya y la
besó suavemente en la muñeca–. Bosqueumbrío nos avisó de vuestra llegada, dulce
princesa. Será un honor escoltaros hasta el Nido, pero me temo que os habéis
perdido a Lord Connington y a nuestro joven príncipe.
- ¿Se han ido a la guerra? <<¿A
Bastión de Tormentas?>>.
- Justamente.
El lyseno era
una clase de hombre muy distinto de Cadenas. <<Éste no dejará que se le
escape nada>>, comprendió ella tras sólo unas escasas horas en su
compañía. Maar era bastante locuaz, pero había perfeccionado el arte de hablar
mucho sin decir nada. Respecto a los jinetes que habían venido con él, para lo
que sus propios hombres lograron sacarles, bien podían haber sido mudos.
Arianne
decidió enfrentarse a él abiertamente. A la noche del quinto día tras salir de
Bosqueumbrío, mientras acampaban junto a las ruinas derruidas de una vieja
torre cubierta de musgo y enredaderas, ella se acomodó junto a él y dijo:
- ¿Es cierto que lleváis elefantes con
vosotros?
- Algunos –dijo Lysono Maar, con una sonrisa y un
encogimiento de hombros.
- ¿Y dragones? ¿Cuántos dragones tenéis?
- Uno.
- Os referís al muchacho.
- El príncipe Aegon es un hombre adulto,
princesa.
- ¿Puede volar? ¿Y respirar fuego?
El lyseno rio,
pero sus ojos lila permanecieron fríos.
- ¿Jugáis al cyvasse, mi señor? –preguntó Arianne– Mi padre me ha estado
enseñando. Debo confesar que no soy muy hábil, pero sé que el dragón es más
fuerte que el elefante.
- La Compañía Dorada fue fundada por un
dragón.
- Aceroamargo era medio dragón y todo
bastardo. No soy maestre, pero sé algo de historia. Vosotros aún sois
mercenarios.
- Si os place, princesa –dijo él, todo
cortesía de seda–, preferimos llamarnos una hermandad libre de exiliados.
- Como deseéis. Siendo como son los
hermanos libres, vuestra compañía está muy por encima de las demás, lo admito.
Aun así, la Compañía Dorada ha sido derrotada siempre que ha cruzado hasta
Poniente. Perdieron cuando los mandaba Aceroamargo, les fallaron a los
pretendientes Fuegoscuro y flaquearon cuando los dirigía Maelys el Monstruoso.
Aquello
pareció divertirlo.
- Al menos somos persistentes, debéis
admitirlo. Y algunas de esas derrotas fueron por los pelos.
- Otras no lo fueron. Y quienes murieron
por los pelos no están menos muertos que quienes murieron en una desbandada. Mi
padre el Príncipe Doran es un hombre sabio, y sólo lucha en guerras que puede
ganar. Si la marea de la guerra se vuelve contra vuestro dragón, la Compañía
Dorada huirá sin duda a través del Mar Angosto, como ya ha hecho antes. Como
hizo el mismo Lord Connington, después de que Robert lo derrotara en la Batalla
de las Campanas. Dorne no tiene tal refugio. ¿Por qué deberíamos prestar
nuestras lanzas y espadas a vuestra incierta causa?
- El Príncipe Aegon es de vuestra propia
sangre, princesa. Hijo del Príncipe Rhaegar Targaryen y de Elia de Dorne, la
hermana de vuestro padre.
- Daenerys Targaryen también es de
nuestra sangre. Hija del Rey Aerys y hermana de Rhaegar. Y ella tiene dragones,
o eso nos hacen creer las historias –<<Fuego y sangre>>– ¿Dónde
está ella?
- A medio mundo de distancia, en la Bahía
de los Esclavos –dijo Lysono Maar –Y respecto a esos supuestos dragones, yo no
los he visto. En el cyvasse, es
cierto, el dragón es más poderoso que el elefante. En el campo de batalla,
dadme elefantes que pueda ver, tocar y enviar contra mis enemigos, no dragones
hechos de palabras y deseos.
La princesa
quedó en un pensativo silencio. Y esa noche envió su cuarto cuervo a su padre.
Y finalmente,
un día gris y húmedo, mientras caía una fina y fría lluvia, Nido del Grifo
emergió de entre el mar de brumas. Lysono Maar levantó una mano, un toque de
trompeta resonó desde los riscos y las puertas del castillo se abrieron
bostezando ante ellos. La princesa vio que la bandera empapada de lluvia que
colgaba sobre la casa de guardia era blanca y roja, los colores de la Casa
Connington, pero los estandartes dorados de la compañía también eran bien visibles.
Cabalgaron en columna de a dos sobre el risco conocido como Gaznate del Grifo,
mientras las aguas de la Bahía de los Naufragios gruñían contra las rocas a
ambos lados.
Dentro del
propio castillo se habían reunido una docena de oficiales de la Compañía Dorada
para dar la bienvenida a la princesa de Dorne. Uno a uno hincaron la rodilla
ante ella y apretaron los labios contra el dorso de su mano mientras Lysono
Maar hacía las presentaciones. La mayoría de los nombres volaron de su cabeza
casi tan pronto como los hubo oído.
El principal
de ellos era un hombre mayor con el rostro enjuto, arrugado y bien afeitado, el
cual llevaba su largo cabello recogido en un moño. <<Éste no es un
guerrero>> percibió Arianne. El lyseno confirmó su valoración cuando le
presentó al hombre como Haldon Mediomaestre.
- Tenemos habitaciones preparadas para
vos y los vuestros, princesa –dijo el tal Halden cuando al fin hubieron
terminado las presentaciones–. Confío en que sean adecuadas. Sé que buscáis a
Lord Connington y él también desea hablar urgentemente con vos. Si os place,
por la mañana habrá un barco para llevaros hasta él.
- ¿Adónde? – exigió saber Arianne.
- ¿Nadie os lo ha dicho? –Halden
Mediomaestre le regaló una sonrisa fina y dura como el corte de una daga–
Bastión de Tormentas en nuestro. La Mano os aguarda allí.
Daemon Arena
se acercó desde detrás de ella.
- La Bahía de los Naufragios puede ser
peligrosa incluso en un agradable día de verano. El camino más seguro a Bastión
de Tormentas es por tierra.
- Estas lluvias han convertido los
caminos en barro. El viaje llevaría dos días, quizás tres –dijo Halden
Mediomaestre–. Un barco llevará a la princesa hasta allí en medio día o menos. Desde
Desembarco del Rey está bajando un ejército hacia Bastión de Tormentas. Querréis
estar a salvo dentro de sus murallas antes de la batalla.
<<¿Lo
estaré?>> se preguntó Arianne.
- ¿Batalla o asedio?
No tenía
intención de dejarse atrapar dentro de Bastión de Tormentas.
- Batalla –dijo Halden con firmeza–. El
Príncipe Aegon tiene intención de aplastar a sus enemigos en campo abierto.
Arianne
intercambió una mirada con Daemon Arena.
- ¿Seríais tan amable de mostrarnos
nuestras habitaciones? Me gustaría refrescarme y ponerme ropas secas.
Halden hizo
una reverencia.
- De inmediato.
Habían alojado
a su compañía en la torre oriental, donde las ventanas ojivales dominaban la
Bahía de los Naufragios.
- Vuestro hermano no está en Bastión de
Tormentas, ahora ya lo sabemos –dijo Ser Daemon tan pronto como estuvieron tras
puertas cerradas–. Si Daenerys Targarien tiene dragones, están a medio mundo de
distancia y no son de ninguna utilidad para Dorne. No hay nada para nosotros en
Bastión de Tormentas, princesa. Si el Príncipe Doran hubiera pensado enviaros
al centro de una batalla, os habría dado trescientos caballeros, no tres.
<<No
estéis tan seguro de ello, Ser. Envió a mi hermano a la Bahía de los Esclavos
con cinco caballeros y un maestre.>>
- Necesito hablar con Connington –Arianne
abrió el sol y la lanza entrelazados que abrochaban su capa y dejó que la
prenda empapada de lluvia resbalara de sus hombros hasta formar un charco en el
suelo–. Y quiero ver a ese príncipe dragón suyo. Si de veras es el hijo de
Elia…
- Sea hijo de quien sea, si Connington
desafía a Mace Tyrell a una batalla pronto puede ser un cautivo o un cadáver.
- Tyrel no es un hombre al que temer. Mi
tío Oberyn…
- …está muerto, princesa. Y diez mil
hombres equivalen a todas las fuerzas de la Compañía Dorada.
- Sin duda Lord Connington conoce sus
fuerzas. Si piensa arriesgarse a una batalla debe creer que puede ganar.
- ¿Y cuántos hombres han muerto en
batallas que creyeron que podían ganar? –preguntó Ser Daemon–. Negaos,
princesa. Desconfío de estos mercenarios. No vayáis a Bastión de Tormentas.
<<¿Qué
os hace creer que me permitirán elegir?>>. Tenía la incómoda sensación de
que Haldon Mediomaestre y Lysono Maar iban a meterla en aquel barco por la
mañana tanto si ella lo deseaba como si no. <<Mejor no ponerlos a prueba.>>
- Ser Daemon, fuisteis escudero de mi tío
Oberyn –dijo ella–. Si estuvierais con él ahora, ¿le aconsejaríais también que
se negara? –no aguardó a que él respondiera– Conozco la respuesta. Y si estáis
a punto de recordarme que no soy la Víbora Roja, también lo sé. Pero el
Príncipe Oberyn está muerto, el Príncipe Doran es anciano y enfermo y yo soy la
heredera de Dorne.
- Y por eso no deberías correr riesgos
–Daemon Arena hincó una rodilla–. Enviadme a Bastión de Tormentas en vuestro
lugar. Luego, si los planes del grifo salen mal y Mace Tyrell recupera el
castillo, yo seré solo otro caballero sin tierras que entregó su espada a ese
pretendiente con la esperanza de obtener ganancias y gloria.
<<Mientras
que si me capturan a mí, el Trono de Hierro lo tomará como prueba de que Dorne
conspiró con estos mercenarios y prestó ayuda a su invasión.>>
- Es valiente por vuestra parte el querer
protegerme, Ser. Os doy las gracias por ello –tomó sus manos y lo hizo volver a
ponerse en pie–. Pero mi padre me confió esta tarea a mí, no a vos. Por la
mañana, partiré a desafiar al dragón en su guarida.